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Foto del escritorJeisson Murcia

El Viejo Verrugón - II: Vínculo Quebrado: Tradiciones

El señor Ho no era de esos hombres que se mostraban cariñosos, ni con su esposa ni con su hijo. “Los hombres no lloran”, “no sea maricón, compórtese como un hombre”, le repetían cuando él o alguno de sus hermanos mostraban alguna emoción cursi o impropia de un hombre. Nunca supo cómo se trata con cariño ni cómo recibir muestras de cariño, y por eso Ibo pagó los platos rotos con los que cargaba el señor Ho.





“Mamá”, le preguntó Ibo a su madre alguna vez, cuando su padre por fin se ausentaba en la casa y podían hablar con tranquilidad. “¿Mi papá no es mi papá?” planteó Ibo hace muchos años, cuando había empezado a articular palabras y a sonar como un niño grande. La pregunta extrañó a la señora Ho; no entendía el razonamiento que había llevado a su hijo a preguntar algo así. “¿Por qué preguntas esas cosas?”. “Porque papá nunca me abraza, no me dice que me ama, así como tú”. La señora Ho no supo cómo responderle. Ahora era ella la que se planteaba si Ho era en realidad su esposo.

 

Ho, sin embargo, estaba angustiado por su hijo. Sabía que su hijo lo odiaba, pero no sabía por qué. Él solo quería lo mejor para su hijo; se había asegurado de llevar el negocio de mariscos libre de deudas para que Ibo pudiera quedarse con él cuando creciera y darle sustento a su familia sin tanto esfuerzo. No quería que sufriera las mismas cosas que él tuvo que padecer cuando era niño y su familia no tenía trabajo estable. Cuando el papá del señor Ho logró conseguir ese establecimiento con todo el sudor y sangre de su frente, fue un alivio para los Ho. Sus vidas habían mejorado. Por eso anhelaba lo mejor para su hijo: la estabilidad.

 

Ibo se había distanciado dramáticamente de su padre; ya no le hablaba ni le dirigía la palabra. El señor Ho había dejado de confiar en la medicina, quería a su hijo de vuelta. Supo que no podía volver a ellos para recuperar a ese hijo que alguna vez había estado alegre. Ho por mucho tiempo había abandonado las tradiciones y ritos de su familia, en parte por la señora Ho, que no le gustaban, ya que era una mujer más liberal. Pero el desespero lo llevó a retomar esas tradiciones. Por ello, fue a la casa de uno de sus amigos, quien nunca se había apartado de las tradiciones y las guardaba con toda religiosidad. Habló con él y le aconsejó que retomara cierto ritual que se llevaba a cabo para recuperar la esencia de un ser querido que se vuelve irreconocible. “Tienes que llevarlo de cacería”. El hombre le dijo que llevara a Ibo detrás de las montañas y que allí le enseñara a cazar a su hijo. La regla era simple: “no dejes que la insensatez se apodere de ninguno de los dos cuando estén perdidos, los dioses van a estar ahí, observando”. Ho estuvo dispuesto. Aquel amigo buscó entre las cosas que tenía guardadas y abrió una caja en la que había unos escritos que su familia había atesorado por mucho tiempo y que hacían parte de la tradición a los dioses. “Ya casi nadie valora esto, la gente se ha ido olvidando que los dioses siguen siendo importantes; sin ellos nos volvemos locos”, le dijo a Ho como si le estuviera diciendo que su hijo estaba así por culpa de él. “Aquí está”, sopló el polvo que cubría un pedazo de papel arrugado por el paso del tiempo. “Esa es la instrucción que debes tener presente, llévala contigo. Espero que tu hijo vuelva a ser como antes”.

 

El señor Ho se retiró de la casa de su amigo. Intentó alisar las partes arrugadas del papel amarillento que le habían entregado y leyó el contenido:

“Cuando el ser querido se ha extraviado en los sinuosos senderos de la vida, incapaz de hallar el retorno a su antigua esencia, es necesario emprender un viaje hacia el encuentro con los dioses, en medio de la naturaleza, lejos del bullicio de la existencia mundana. Dos son los elegidos para esta travesía, ni más ni menos. El que guiará y el que seguirá. Ambos deben adentrarse en la espesa vegetación de un bosque distante, apartado de toda civilización. Allí, el destino dictado por los dioses penderá de un hilo delgado. Ninguno de los dos viajeros debe perder la cordura; para demostrar su valía y merecer el favor divino, el ser carente de esencia debe ser llevado al borde de la locura, caminando por la frágil línea que separa la razón del delirio, demostrando así su grandeza. Solo entonces, en el umbral de lo humano, se podrá probar la sensatez ante los ojos de los dioses. No hay opción, no hay otra forma: deberá ser uno sin dejarse seducir, deberá entregarse, pero sin dar rienda a los caprichos. Irán sin más herramientas que las que la naturaleza misma ofrezca. De otro modo, el castigo será aún más severo. Ten cuidado, pues los dioses entrarían en concesión, juzgarían y anunciarían una maldición que parecerá mil de acuerdo con lo que albergue el corazón”.

 

Ho tragó saliva. Quería que su hijo volviera a ser el mismo de antes, ese que hablaba hasta por los codos y que, aunque no reía a carcajadas, mostraba un rostro feliz. ¿Qué otra alternativa había? Sabía que su esposa no iba a estar de acuerdo; ella pensaba que todo eso de las tradiciones era tonto, que ya había pasado de moda. Pero algo le decía al señor Ho que no, que los dioses sí existían y que ayudarían a su hijo. Acudió a los hombres de ciencia, pero no ayudaron a Ibo; de hecho, lo habían empeorado. Volvió a confiar en los dioses y pidió perdón por haber perdido la confianza que antes de casarse les tenía, sí, les pidió perdón a los dioses de su padre y del padre de su padre. Regresó a casa, y sin decir nada, desempolvó a sus viejos dioses y los puso nuevamente en el sitio que hace mucho habían ocupado. La señora Ho se puso molesta; detestaba esas tradiciones, le parecían absurdas, le llenaban la cabeza de sinsentidos a su esposo. Sentía que cuando se ponía en la tónica de los rituales y las deidades él se volvía más tosco e irritado. Ella le inquirió sobre el desempolvamiento de esos pedazos de madera inerte que no veían, no escuchaban ni sentían. Él la calló con la mirada. “Ni una palabra más, mujer”, remató. “Arreglaré a mi hijo, no te metas”.

 

Ho terminó los preparativos para el viaje. Fue a la escuela de Ibo y solicitó un permiso de ausencia para varios días. Esperó a que Ibo regresara del colegio. Lo recibió el rostro pálido y tembloroso de su madre, como si tuviera mucho frío. No sabía cómo decirle que su papá se lo llevaría; ella conocía muy bien que él había estado detestando a su padre en silencio, lo sabía porque ella también lo estaba experimentando. Ibo, al observarla en el estado en que estaba, se alarmó. Quiso hablarle, pero al lado vio a su padre.

 

- ¿Ahora qué pasó? - preguntó Ibo.

- Alista una muda de ropa, mañana salimos tú y yo a un viaje – le pregonó el señor Ho.

 

Ibo vomitó tras el anuncio.

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